«…Recuerdo que una vez, de regreso del búnker, nos paramos en el balcón de la casa y vimos a lo lejos el cielo rojo como la sangre y yo le pregunté a mi madre: ¿No se estarán quemando los angelitos en el cielo?».
La que escribe es Eva Ludwig, nacida en Alemania en 1940, una mujer de ojos azules e inteligencia desbordante. Hace años que la conozco (es traductora en Granma Internacional), pero hemos hablado poco. Hasta que hace una semana me extendió su libro, publicado por Ediciones Extramuros: Desde Zerbst a La Habana. Memorias de una alemana en Cuba. Libro firmado como Eva Santa Cruz.
Ese día conversamos bastante y ella dejó ver lo que más tarde se magnificaría en sus memorias, leídas de un tirón: sinceridad y optimismo, aun para hablar de los recuerdos más dolorosos. Eva tenía cuatro años cuando los bombardeos se intensificaron sobre la Alemania nazi. «Dada la situación peligrosa, casi no se salía de los sótanos; se cocinaba en el lavadero… yo, por supuesto, no me daba cuenta de nada. Lo más importante era la papilla y mi mundo de fantasía».
Su padre, oficial instructor del ejército alemán, muere en 1944 y la niña recuerda perfectamente el día que llevaron sus pertenencias a la casa.
«…inmediatamente pedí a mi madre que me dejara comer en el plato en que él comía en el frente».
«…inmediatamente pedí a mi madre que me dejara comer en el plato en que él comía en el frente».
Una niña sensible y juguetona, dueña de una memoria prodigiosa para describir sus rústicos juguetes, las escapadas al bosque, los perfiles de cada miembro de la familia, los trabajos y carestías sufridos por su madre viuda para alimentar a tres niños, sin olvidar que, al calor de los horrores de la guerra provocada por Hitler, no faltaron quienes también veían en ellos a unos «cerdos nazis».
Primero llegaron fuerzas norteamericanas, que se fueron muy rápido. «Have you chocolate? (mendigábamos). ¡Qué horror!»… «Los rusos nos llenaron las manos de azúcar que nada despreciábamos, pues la ración de víveres era escasa»… Los soviéticos también les brindaban el potaje que cocinaban para la tropa, «pero… no se podía dar un paso (andaba descalza en la hierba) sin enterrarse una astilla de cristal o simplemente cortarse, pues ellos habían lanzado todo tipo de botellas vacías por las ventanas…».
El libro, de 111 páginas, habla de la infancia de Eva durante la guerra y después, cuando la familia tuvo que recomponerlo todo, de los primeros años viviendo en la República Democrática Alemana, donde en 1963 conoce a un joven cubano que estudiaba allí. Transcurridos dos años se maravilla cuando desde el barco en que viajaba descubre la entrada de la bahía de La Habana y, poco más tarde, se encuentra con la familia de su esposo, que la trata como a una hija y le ofrece a los recién casados la mejor habitación de su pequeña vivienda. No habla español, pero empieza a estudiarlo y gradualmente se integra a la vida del país, a sus costumbres y maneras de asumir la vida como una cubana.
Cincuenta y cinco años desde entonces, dos hijos, nietos, la felicidad de recibir en Cuba a su madre y a su hermano (su hermana también vive aquí, casada con un cubano), encuentros, desencuentros, el divorcio en los 80, una nueva pareja, cambios laborales, la misma vieja bicicleta para ir cada día al trabajo, visitas a la tierra donde nació y siempre de vuelta al país que le dio cobijo, una segunda lengua, vida, pura vida, y –quisiera pensarlo– parte de esa alegría de existir que no la suelta.
Regalo: https://archive.org/details/laplumadefuegode00mont/page/n5
ResponderExcluirMuchas gracias!
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